Porque tus alas tan cruel quemó la vida…Porque esta mueca siniestra de la suerte
I
Al inframundo se llega navegando los ríos de la pena y el olvido. Entro, es el mismo olor de siempre. Como todos vengo a buscar algo, aunque lo mío, creo, es otra cosa. Las chicas se acercan, me invitan a sentarme y a tomar algo. Acepto, “aprendí más en los burdeles que en las universidades”, y hoy vine a conocer más sobre una historia.
Estoy en “El Chingolo”, un típico cabaret de esos que están al costado de la ruta, visitados por parroquianos del lugar y forasteros que llegan para procurarse un oído, algo de alcohol y a veces placer. Entro a buscar la llave de una bóveda, donde descansa una mujer hermosa. Me están esperando, tomo un gin tonic horrible, intercambio obviedades y repeticiones con la dama que me recibe y pregunto por la llave. La madama y me dice que la tiene el jorobadito “la deja acá solo cuando se va de viaje por unos días”:
− Vaya y búsquelo al hombre en la estancia, debe estar allí…
Salgo a la ruta, respiro hondo, me subo al auto. Debo esperar el día.
II
El 18 de Agosto de 1931. La mañana amaneció fría y limpia, lo que permitiría despegar temprano. Allí estaba ella, bella como siempre, dejando volar su hermosa cabellera que pronto estaría encerrada en un casco de cuero, mostrando su cuerpo, que en minutos estaría confinado a los límites de la cabina del “otro” Chingolo, un avión Messerschmitt BFW con 80 HP de potencia. Myriam Stefford, había ingresado a la aristocracia argentina, de la mano de Raúl Baron Biza su amado. Lo que no sabemos es qué la alentó a entrar en la otra aristocracia, la de los aviadores. En esa época la aviación era lugar del dandismo, de lo extravagante, de la aventura y del coraje, atributos que fascinaban a estos amantes.
Myriam había rendido su examen de vuelo, el 11 de agosto de 1931, y había obtenido la licencia de tercera categoría. A una semana de obtener su brevet, el 18 de agosto de 1931, inició un raid por las catorce provincias que en ese momento conformaban la Argentina. Debido a su poca experiencia y a su novel licencia, la obligaron llevar un acompañante calificado y Luis Fuchs su instructor fue el elegido. Myriam ya era conocida, las revistas sociales de moda se habían encargado de hablar de su belleza, de su carrera en el teatro y el cine, de las fiestas que daban en su estancia y de sus joyas. Las hermosas y costosísimas joyas, que su amante le había regalado: brazaletes de oro, brillantes y esmeraldas; un anillo coronado con un enorme diamante facetado de 45 quilates; regalos con que ella acostumbraba a posar para las fotos.
Sin embargo, todos los lujos quedaban de lado, cuando la pasión abrazaba a Myriam, en la aviación no hay lujo sino solo entrega.
“He abandonado mis actividades teatrales y cinematográficas para consagrarme a la aviación. Ni el patinaje sobre hielo, ni la equitación, ni la natación me han seducido tanto como la aviación. Volar constituye una obligación, es uno de mis grandes placeres.
Tengo más fe en mi avioneta que en mi automóvil, tengo al Chingolo que además de ser un pájaro bien criollo, reúne todas las condiciones de modestia indispensable para mi raid. Yo, al igual que el Chingolo, volamos sin pretensiones, y bajo el aliento de nuestro propio esfuerzo.
Nada más acertado que las modestias de este avión construido para el turismo, donde Myriam y Luis vuelan con la mitad del cuerpo afuera. Nada más alejado que el Chingolo de la vida exuberante que devoraban estos amantes.
Ya eran las cinco de la mañana en el aeródromo de Castelar. Baron Biza, junto a sus amigos Luis Polo Ardizzi, Eduardo Lafontaine y varios periodistas despiden a la bella en su raid. En Baron Biza se mezclaban la admiración, el celo, el orgullo y el amor, ese amor que ellos definían como “perfecto”.
Baron Biza se acercó a Fuchs para decirle:
− Cuídemela mucho, es el único tesoro que no quiero perder.
III
La otra mañana, la mía, era extraña, una premonición de otro raid, el que me esperaba a mí. Me demoré un tiempo como para llegar al lugar cerca del mediodía, la ruta 5 estaba casi vacía. Llegando al kilómetro 17, vi aparecer “un puñal” que brotaba de la tierra dejando su filo a la vista. Son 82 metros de altura, quince más que el obelisco de la ciudad de Buenos Aires, es el monumento funerario más grande construido en nuestro territorio. En realidad, es una semiala vertical, que fascina a todo el que pasa por ahí y obliga a preguntarse por qué. La respuesta es obvia y no nos explica nada: es el amor.
Llego a la entrada de la estancia donde se encuentra el monumento. Aplaudo desde la tranquera para avisar de mi llegada, como se acostumbra en estos lugares alejados. Comienzo a ver una silueta confusa que se acerca, el sol de frente no me deja definir los contornos del hombre. Frente a mí una persona tullida, de huesos fracturados y mal soldados, un hombre bajo y jorobado, doblado sobre sí mismo.
Me presento con mi nombre y soy breve: − Vengo a ver la cripta−, de nada sirve andar con rodeos, ni con excusas, cuando el “otro” ya sabe lo que uno desea.
En ese momento, luego de examinar mi rostro y mi cuerpo, el jorobado extiende su mano:
−Ramón García.
(Mi Caronte…)
IV
La aeronave vuela a una velocidad de 170 km por hora, sus tanques de combustible llenos a full le permiten 6 horas de autonomía. El destino de la primera etapa es la provincia de Corrientes. Myriam se siente segura, invulnerable, invencible, sabe que puede llegar por la mañana, antes de las once para luego seguir a Santiago del Estero. Tiene al Chingolo y a su ángel de la guarda, Luis Fuchs, un piloto militar de la “escuadrilla negra”, de la aviación Alemana en la I Guerra Mundial. Entonces ya era instructor, precursor de la aviación argentina, empresario aeronáutico y representante de los aviones Messerschmitt.
Stefford y Fuchs tienen razones bien distintas como sus personalidades, pero ambos participan de la misma hazaña.
−Cuando esto cuente, solo Dios, Fuchs y yo sabremos toda la verdad.
Se enfrentan a una primera amenaza: “…No pasarás, no pasarás, parecía decirme el viento que en su inclemente ulular hacia disminuir cada vez mas la marcha de mi avión. Más rápido que decirlo, entramos en la tormenta. Noche, noche terrible, peligrosísima. Nubes con granizo, que fácilmente podían romper el corazón del Chingolo, que es la hélice. Nada más horrible ni impresionante que el ver caer a doscientos o trescientos metros escasos del avión los rayos. Se iluminaba la noche de rojo y azul, parecía que el cielo se hubiese incendiado. No se que hacer, mi corazón empieza a flaquear: en el fondo corazón de mujer. Ni un pequeño espacio donde posar mi pajarito. Tomo altura, con la esperanza de poder pasar las nubes, ¡500, 900, 1200 metros! Noche siempre noche. Estoy empapada, aterida de frío. El agua ha pasado mi buzo y el viento hace que éste se hiele, lastime, muerda, imposible continuar, debo aterrizar, de cualquier forma, en cualquier parte. Un golpe de timón me hace descender vertiginosamente a tierra. Al pasar las nubes me encuentro con un pequeño espacio posiblemente vieja chacra, hay algunos lanares y yeguarizos; en un costado del mismo claro, un pequeño rancho. Doy una vuelta sobre el mismo para reconocer el campo: ha cesado la lluvia y tomo la dirección del viento mas o menos por las ramas de los árboles. Trato de despejar la chacra rozando casi los animales que huyen espavoridos, aterrizo. Corren hacia nosotros un viejo y dos niños están asombrados (después me dijeron que nunca habían visto un avión) quizás parecíamosles Dioses.
La pequeña habitación de adobe y llena de humo me parecía mejor que mi alojamiento del Plaza Hotel: ahí tratamos de secar nuestra ropa y por primera vez probé la yerba mate: ¡Que deliciosa en ese momento la infusión caliente y reparadora!
El viento había despejado algo la tormenta hacia el Sud, al norte hacia Corrientes, a cada momento el cielo se obscurecía mas y mas, una hora, una hora y media, dos horas de espera; yo había prometido llegar y debía llegar.
– ¿Se anima ingeniero Fuchs?- pregunté mirando el reloj, y él, tranquilo, parco, con su característica calma como si lo invitasen con un buen cigarrillo me respondió: – Yo sí – Tomé el comando del Chingolo y a pesar del campo desparejo, levante bien, ya más liviano por el consumo de nafta, en dirección a Corrientes o posiblemente a la nada. Había que pasar, costara lo que costara. Y Pasé!
Al acercarnos a Corrientes volamos bajo; las tormenta quedaba atrás, cada vez mas lejos, pero un nuevo peligro tanto como el otro, quizás más esperaba al Chingolo. ¡Pajarito mío, pajarito gaucho!
Niebla, niebla que me obligaba a volar tan bajo que casi rozábamos los árboles. Al fin casi de pronto se mostró entre la bruma la ciudad de Corrientes. Todo era difuso y gris en el escenario visual. Busco el campo de aviación, evoluciono casi a ras sobre el campo, tratando de buscar el mejor sitio. Al tocar tierra, 4 o 5 personas viene hacia nosotros. ¿Me habré equivocado?…
Me aseguran ¡que es Corrientes! Íbamos con cuidado el Chingolo hacia el hangar y el ingeniero Fuchs comienza en seguida, ayudado por un mecánico y yo, a revisar el motor y fuselaje. Lo revisamos con todo cuidado y cariño. Yo tengo ganas, al irme de abrazarlo ¡Es tan pequeño y valiente!”.
19 de agosto. “Aun no ha aclarado. Acompañada del ingeniero Fuchs nos dirigimos al campo de aviación donde hizo nido anoche el Chingolo. Hechos los preparativos llevado el avión fuera del hangar, cargamos la gasolina. Cien…Ciento cincuenta…Doscientos veinte litros, el máximo de lo que puede llevar el Chingolo. Lo revisamos bien, tranquilamente, con detención y cariño, pues nuestro pajarito tiene que volar mucho hasta llegar a las montañas de Jujuy, después de atravesar las inhospitalarias selvas chaqueñas.
– ¡Con! – Grita Fuchs frente a la hélice que acaba de hacer girar, y el Chingolo deja oír de nuevo su voz ronca, que para mí tenia la sonoridad de canto, alegre, canto de esperanza en ese día gris.
El Chingolo corre largo trecho levantando vuelo lentamente por exceso de carga como queriendo cumplir en un esfuerzo extraordinario su deber de volar.
Viento en contra. Avanzamos a todo motor sobre la selva chaqueña. No ignoraba que ésta sería una de las etapas más peligrosas de mi vuelo, en caso de aterrizaje forzoso. Solamente un revolver en el cinto para defenderme de las bestias o quizás como arma de caza una cantimplora con té y ron me salvarían durante los días que me demandaran una travesía hacia la población mas cercana; una brújula de bolsillo y unas libras de chocolate completaban los medios de defensa contra las hostilidades de esa región.
A pesar del viento de frente avanzamos relativamente bien: durante horas y horas el Chingolo vuela sobre regiones en que no se ve el más pequeño síntoma de vida humana.
La monotonía del viaje me hace controlar la nafta, y ante mi asombro compruebo que el consumo es el doble del corriente: comunico la novedad a Fuchs.
“Trate de aterrizar” Me contesta tranquilo. ¿Pero dónde? Seguimos volando y la nafta disminuye vertiginosamente. Calculo donde nos encontramos. Debemos haber pasado el límite del Chaco y Santiago del Estero y decido cambiar la ruta y dirigirme a la capital de este estado, por ser la población mas cercana. La gasolina sigue disminuyendo en forma tal que temo no poder llegar al punto citado. Estoy a doscientos kilómetros de la meta.
El último control me decide a utilizar como campo de aterrizaje un claro en el bosque.
Una vez en tierra en medio de un pastizal que casi nos cubre, el ingeniero Fuchs comprueba que en el tanque de un ala hay una pequeña perdida de nafta, lo suficiente, en caso de haber continuado, de impedirme llegar a Santiago.
Reparada provisoriamente esta avería, trato en un supremo esfuerzo de abandonar el improvisado campo de aterrizaje. ¿Cómo levanté vuelo? Eso no lo sabré nunca.
El viento va limpiando las nubes y un sol espléndido y cálido nos reconforta, y sonreímos confiados en el triunfo. De pronto el motor empieza a ratear. La característica y conocida mala suerte de haber agua en la gasolina cargada en Corrientes.
Perdemos altura, planee buscando un campo sin encontrarlo. Árboles, por todas partes. Fuchs se ha dado cuenta y por teléfono me grita: “Suelte su cinturón”. Planeamos y el motor continúa rateando. Tratando de mantener en el aire lo más posible el avión he desatado mi cinturón.
No pienso en nada, inconscientemente me preparo para salir. A veinte metros de pronto el Chingolo estalla de nuevo en su característico canto: ¡Chingolo bueno!..La gota de agua que obstruía el carburador había pasado. Solamente nos ha salvado la gran altura a que volábamos, dando tiempo a que el motor se normalizara.
Cuando yo escriba un libro he de ponerle el nombre de “Chingolo” para rendirle así a mi pájaro un recuerdo.
Tomamos altura de nuevo y una hora mas tarde divisamos magnífica y alegre por el sol la capital santiagueña, aterrizando en perfectas condiciones en el aeródromo de Huayco Hondo, donde los precursores de este raid, aviadores Reggi y Coco, hace cuatro años encontraron la muerte al intentar el mismo vuelo. Al dejar en su hangar ya al anochecer falto de nafta, murmuro meditabunda un “Hasta mañana pajarito gaucho”…” Pajarito bueno con alas de papel y corazón de acero”.
V
La mole de mármol y granito comienza a crecer delante de mí. Una puerta de hierro graba para siempre un nombre, “Myriam Stefford”. Dos candados y una cerradura se abren, siento que el aire cambia, que algo sucede. Al abrir la puerta, una nube hecha de fantasmas se escapa de la cripta. Pienso que esos fantasmas son los mitos que abrió la muerte de Stefford. Ramón García recoge un farol y lo enciende. Afuera es de día, aquí adentro, en el inframundo, todo es noche. La luz que penetra desde la abertura que deja la puerta todavía abierta y el farol ya encendido, me muestran una leyenda que me pide: “¡Silencio! Viajero, rinde homenaje con tu silencio a la mujer que en su audacia quiso llegar hasta las águilas».
− Por acá señor, por favor.
Sería imposible contradecir a mi guía, su aspecto, su forma, el lugar, la casi oscuridad, hace que uno se ponga a merced de sus deseos. Bajamos por la escalera, son seis metros para llegar a la primera galería. En el salón principal donde se encuentra el sepulcro de la aviadora, las paredes son de granito negro, quizás para vigilar el descanso y el silencio. Una lápida de mármol separa los mundos y se advierte al visitante que quedará maldito si viola el descanso de la amada. Un haz con forma de cruz invertida es proyectado por una abertura que viene del exterior, rompe la penumbra y se posa a cierta hora del día, sobre lo que ahora es la piel de Stefford, el frío mármol. Podría ser el símbolo de cristiana sepultura, solo que esta cruz está invertida.
Quiero imaginar a Myriam en las palabras de su amante. Raúl Baron Biza me dice:
“Boca pequeña, de labios pintados, tibios y húmedos, dejaban entrever al sonreír sus dientes pequeños y perlados. Boca de carmín, tenia ese rictus embustero, delicioso y un poco canalla de todas las divinas bocas nacidas para mentir y besar: labios de mujer, boca cansada de besar”
VI
20 de agosto. “Estoy convencida ahora de que en aviación se debe contar como primer factor con la “Buena Suerte” ya que no se puede nunca hacer cálculos y mucho menos con aviones pequeños como mi Chingolo.
A poco de andar empezamos a volar por sobre las serranías a la vista de la precordillera. Puedo entonces con tranquilidad en medio del zumbido continuado del motor, admirar las bellezas de esas regiones, recreo infinito para el espíritu y satisfacción halagadora para los sentidos. El fuerte viento de costado nos sigue molestando. Para pasar las montañas empiezo a tomar altura. El altímetro llega a la marca de 3500 metros. Mi buzo de cuero forrado en piel así como mis botas y guantes, hacen que el frío no me llegue. A pesar de estar volando a pleno sol, abajo se ha formado una densa capa de niebla cosa muy frecuente en estas regiones y en épocas semejantes.
Otra vez los elementos se ensañan contra mis deseos y me veo obligada a volar a compás, es decir, en pleno sol, y a ciegas. Alguna vez el pico de una montaña más blanca que la niebla surge en ese mar infinito de espumas. Y ante la grandeza de ese espectáculo experimentado a gran altura, pienso en mi propósito, en el hecho de que volamos sin paracaídas…
“Cuando llegue a Jujuy, no habrá niebla” pienso y me pongo a cantar aires de mi pequeña y bien amada Suiza. ¡Si supieran allá!, me digo. ¡Volamos! En partes la niebla se disipa pero no veo la línea del ferrocarril que me servía de guía.
Cinco horas hace que navegamos en el aire por entre la niebla y sobre montañas. Debemos estar ya cerca de Jujuy. Consulto los planos, hago los cálculos correspondientes y trato de buscar indicios de vida y ciudad por entre las nubes y la bruma. Seguimos internándonos más y más en la cordillera.
Dudo y temo: debo haberme pasado. Quizás un mal calculo me llevo mas allá de mi destino. Regreso, mi primer vuelo a compás me ha desorientado. Debo bajar para localizar debidamente nuestra situación. Desciendo por entre un claro de nubes y al ver una población creí estar en Jujuy, pues me habían dicho que era pequeñita. Mi alegría es momentánea. En un campo varias personas me hacían ademanes que yo creí de bienvenida. Hice un vuelo de reconocimiento luego del cual dudé de aterrizar, pero, los ademanes de las personas que allí estaban me decidieron a tocar tierra, cosa que hice felizmente a pesar de los malos terrenos.
Una vez en tierra, me entero de que nos encontrábamos en Los Cerrillos, a 20 Km de Salta! Tan lejos nos había desviado el viento de costado que soportamos durante las cinco horas de vuelo. Inmediatamente decido decolar a pesar de lo malo del terreno. El Chingolo corre dando saltos; sube y vuelve a caer ya que el campo le impide desarrollar la velocidad necesaria para elevarse. ¡300 metros continuamos así! Avanzamos a una velocidad de 100 kilómetros en dirección a unos árboles y cuando estábamos muy cerca de ellos, el Chingolo despega…Para evitar el choque con los árboles, inclino un poco el ala del avión y una de las alas roza el hilo superior de un alambrado, el cual salta enroscándose en la hélice transformándose en un látigo sobre mi avión que se inclina aun más y ya se me confunde cielo y tierra…
Siento que me arrastro junto con mi avión que va perdiendo partes en la tierra, quedo atrapada.”
Myriam pensó que se le escapaba la gloria, que ya no tiene avión. Ya no sueña el final, siente el calor del motor, el olor a combustible, se imagina totalmente quemada, cuando un brazo fuerte la libera y la saca de una trampa fatal.
“- No no estoy herida; no tengo nada, dije; y mentía, porque mi herida por la muerte del Chingolo iba a ser larga de cicatrizar. Esta herida estaba en mi alma y sentía infinito dolor ante el destrozado cuerpo de mi pajarito gaucho, de mi bueno y noble Chingolo!”
VII
−¿Quiere seguir mirando? Acompáñeme.
Ramón García me despierta de mi enamoramiento con ella. Lo sigo: otra galería más chica me muestra restos del Chingolo. El pájaro en el que ella se abrazó para un siempre (“Mi pajarito de alas de papel y corazón de acero.”)
La galería es el lugar de los restos. Entre ellos, pero escondidas dentro de la mole, están las joyas con las que provocaban a la clase alta argentina. Ninguno de los dos era apellido ilustre, patricio o de sangre real. Raúl Baron Biza era solo un heredero multimillonario, que se dedicaba a escribir, un provocador y un defensor de la democracia a partir del golpe del 1930. Fue su dinero el que les permitió entrar en los ambientes más aristocráticos de argentina. Siempre lo supieron, “el valor del dinero”, por eso se mostraban ostentosamente.
En algún lugar de esta mole un cofre de vidrio permanece escondido guardando secretamente una carta, las joyas y un fatal anillo. El anillo de diamantes facetado de 45 quilates, que el amado le había comprado en Venecia como regalo de compromiso. Algunos objetos se transforman en destinos, por eso golpea la historia del diamante: Su primer dueño fue Togu, un esclavo que, al encontrarlo dentro de una mina en África, lo guardó en sus propias carnes abriéndose el vientre. Era su pasaporte a la libertad y acabo siendo una infección que lo llevo a una muerte. El anillo paso a manos de un joyero apellidado Brown que asaltado en su comercio murió asesinado. Zulma, una de las mujeres del harén del Rey de Indoore, lució de nuevo la joya y sufrió el premonitorio final: la encontraron ahogada en un estanque del palacio. Su siguiente dueña Miss Ketty, la bailarina murió asesinada por su esposo. En Montecarlo, una noble señora italiana, la condesa de Búscoli, arruinada en la mesa de juego, se suicidó en los jardines del casino, en su dedo mayor estaba la joya. Nadie había podido poseerla más de un año.
Miro hacia arriba y veo un diamante de luz formado por las dos pequeñas ventanas construidas en la cima del monumento. Hacia allí nos dirigimos Ramon Garcia y yo, era una forma de salir del inframundo, la escalera es un infinito caracol que asciende a un final que no puedo ver. En ese tubo angosto de 170 toneladas de hierro, veo las palabras del amante a su amada en placas grabadas, diferentes formas de pedirle que la espere, de decirle que todavía la ama, que se le fue el tesoro que más quería cuidar, que no pudo verla por última vez, que todavía duerme con las sábanas bordadas con “Esta noche o nunca”, “Esta noche y siempre”, que existe para él una sola mujer y que ya no esta.
VIII
Al ocurrir el accidente, Maurice Debuchy un amigo de la pareja, puso a disposición su avión (otro Messerschmitt BFW) para que el raid pudiera continuar. Baron Biza que era un hombre de decisiones rápidas y seguras, temía por la vida de su amada, esta vez dudaba. La noche anterior a la partida de Myriam Stefford había recibido una llamada terrible, una voz de mujer que amenazaba:
− ¿Habla Raúl?
− Sí, señorita; soy yo.
− ¡Ojalá tengas que ir a buscar a tu mujer y la traigas en un cajón con todos los huesos rotos!
Sin embargo, Baron conocía a Myriam. Sabía que si ella se enteraba de que él tenía otro avión disponible, nunca le perdonaría que se lo hubiese negado.
Ella confesaba sin inocencia:
“No soy una buena aviadora. Carezco de dos facultades esenciales: Saber esperar y saber renunciar.
Volaré de sol a sol. No dejaré de utilizar todas las horas del día para ganar tiempo y hasta comeré en el aire. Sólo bajaré a tierra para aprovisionarme de nafta y descansar lo indispensable. Confío en mi Chingolo, que sabrá portarse como un águila”.
23 de agosto. Myriam Stefford y Luis Fuchs partieron de Salta con destino a Jujuy, en el avión de Maurice Debuchy bautizado “Chingolo II” arribando por la tarde. Myriam quería volarlo todo en un día y volver a sentirse invulnerable. Pero la meteorología le mostró su poder y tuvo que quedarse en tierra toda esa tarde y el día siguiente.
25 de agosto. A pesar del mal tiempo despegaron de Tucumán a Catamarca.
Aterrizaron por la mañana en Frías. Esperaron una hora a que el tiempo mejorase: próximo destino, La Rioja. Allí, como en todos lados, los esperaba mucha gente. A esa altura, el desafió del raid había convertido en proeza.
26 de agosto:
“El destino es fatal como la flecha y en las grietas está Dios que acecha”
Partieron de La Rioja a las 07 00 horas de una mañana clara y limpia, el próximo destino era llegar temprano a San Juan. Tres horas de vuelo sin novedad, sólo alguna turbulencia en aire claro, típica de la zona desértica. Una cortante mueve el avión y lo hace ascender, otra lo desciende. Los pilotos prueban el efecto de la fuerza “g” negativa. De repente el avión toma una brusca posición ascendente, Myriam y Luis saben que no se trata de turbulencia. El Chingolo II entra en viraje sobre el lado derecho y luego una picada. Primero Myriam y luego Fuchs intentaron recuperar la aeronave, pero el Chingolo no les responde, es inútil mover los comandos.
Una chaveta de seguridad falla, la tuerca que asegura el perno a la varilla de comandos de profundidad también falla. La picada se transforma en irrecuperable. Ella ya lo sabe. Su compañero igual intenta lo imposible.
Myriam tiene tiempo de pensar en su origen, la Suiza blanca, en Raúl, su boda en Venecia, la fiesta en el Ritz Hotel, sus risas compartidas y no pudo pensar más allá. Ya no habría más mañanas..Te fallé Raúl….te pido que me olvides…
En el desierto de Marayes quedó una hazaña convertida en tragedia. Madera, tela y cuerpos quemados, enredados entre escombros que forman la silueta del horror. Partículas que flotan en el aire. Un humo amargo y aroma negro.
IX
Aquí arriba el aire es otro, es el afuera de nuestra historia. Aquí todavía está el faro que se enciende a cada puesta del sol para guiar a otros aviadores.
El monumento funerario de Myriam Stefford, no es obra de un millonario, culpa o desmesura: es la obra de un ser único y de un amor perfecto. Estoy parado en un poema de amor.
Debajo de mí, los fantasmas de Myriam vuelven a entrar al inframundo: El hombre tullido ilumina la cripta con velas y cumple la orden de Baron Biza mas allá de su muerte–, la misión encomendada; velar el cuerpo de la amada, sus secretos y las joyas.
Aquí descansan los restos de un amor. A metros del imponente monumento a los pies en un árbol de olivo, descansan las cenizas de Raul Baron Biza. Para él no hay inscripciones, joyas, ni monumentos. “Que mi tumba no tenga nombre ni flores ni cruz.
Es de amantes dar.
Había llegado a estas tierras de la milenaria y montañosa Suiza; era esencialmente femenina y presentaba la dualidad interesante de la hora nerviosa de su época. Sus veintidós años le hicieron prometer que cumpliría un largo raid y lo cumplió hasta donde pudo, es decir, hasta donde se podía, hasta la muerte…
Raul Baron Biza.
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